Prueba de Honor

Este es un trabajo práctico que realicé para la facultad. No es gran cosa, pero me parecio divertido y bueno para compartirlo.
La consigna era bastante simple, una narración autobiográfica sobre el momento en que leí un libro cualquiera que me marcó. Y se debe entender por "marcó" como algo especial en mi vínculo con la lectura.
El libro que escogí es Estudio en Escarlata escrito por Arthur Conan Doyle, y a quién debo agradecer sin vacilar un segundo es a mi profesora de primario y secundario Graciela Ferrario. Espero les guste.


Prueba de Honor


En líneas generales pero habiendo excepciones, los trece años de edad nos muestran un panorama donde los deberes escolares solo parecen amenazar contra la diversión, amistad y libertad. Las responsabilidades no buscadas ni deseadas comienzan a encarnarse dentro nuestro a través de cada renglón leído y estudiado. Nuestros padres afrontan este asunto con la mayor sencillez posible explicando día a día la importancia que este escueto esfuerzo tiene a lo largo de nuestras vidas. Los profesores encargados de distribuir y administrar la información son los secuaces del gobierno que delimitan nuestras obligaciones, horas de sufrimiento que nos sabotean la felicidad menoscabando sueños utópicos de los que seguramente nos reiremos en el futuro.
En defensa de la educación, y sobre todo de sus ejecutores, puedo afirmar que su trabajo es una lucha constante contra la ignorancia o el desinterés injustificado de esos pequeños individuos conocidos como alumnos. Y sin duda alguna, con mis trece años yo formaba parte de esa mafia conspiradora que intentaba derrocar el régimen educativo a través de una revolución futbolística. Un fracaso rotundo que no supe costear y que embargo mis esperanzas de triunfo, tanto de win derecho como de revolucionario. Me eximieron de casi todos los cargos, exceptuando uno, rendir literatura en el mes de diciembre con treinta y cinco grados centígrados a la sombra.
Solo un mes me separaba de aquella meta, aprobar era una posibilidad, sí, pero en una probabilidad muy baja. La dificultad se acentuaba aun más porque había una barrera hacia la gloria que jamás hubiese elegido ni esperado, leer un libro entero. ¡Un libro! ¿Yo? ¿Cómo lo hacía, por dónde empezaba? Si, por el principio obvio, pero cómo terminaba de leer doscientas y pico de páginas si en mi vida lo había hecho en menos de un mes. El amenazante verdugo se llamaba Arthur Conan Doyle, y la herramienta que utilizaría con mi pescuezo era, “Estudio en Escarlata”.
Lo único que sabía, y no por mi experiencia propia, era que el libro se trataba de de un hombre ingles que investigaba casos de homicidios o algo así. Mi ignorancia me atormentaba y aterraba a la vez, como si fuese un parche en un ojo que me impedía ver más allá de ese panorama negativo. Pero sin más miramientos al problema descarté el vaso vació y comencé con el lleno. Dejé de lado la autocompasión y decidí afrontar la situación con un poco de hombría, así que el primer paso fue comprar el libro y comenzar a leerlo.
Las primeras páginas fueron las más largas de mi vida. Releídas una y otra vez sin ningún poder de concentración se aglutinaban en mi cabeza pero sin sentido alguno. Los mates desfilaban por la mesa y me ofrecían un abrazo simbólico de afecto que yo supe interpretar como una conexión con la realidad. Porque a decir verdad, en mi vida eso era surrealista al máximo. ¿Yo, leyendo un cuento, novela, o lo qué sea? No, eso no podía ser cierto. Jamás había imaginado que podía existir un mundo paralelo en el que yo me sentara un día cualquiera a leer un texto en vez de ir a jugar al fútbol. Pero ahí estaba, sentado en la cocina de mi casa con los mates y el termo de compañeros; y en medio de ese paisaje, un libro del Doyle ese.
Los días sucesivos arrojaron resultados del mismo panorama tétrico, aburridor y tormentoso para mis objetivos de fecha inminente. Si no terminaba de leer el libro con la suficiente determinación y concentración como para entenderlo de inicio a fin, mi condena familiar sería aun más grande de la escolar. Diez días me separaban de la prueba de honor que me había y habían impuesto. El miedo y la presión comenzaban a contaminarme de rabia por dentro. ¿Cómo podía ser que leer un simple libro fuera tan difícil? ¿La gente leía simplemente porque quería? ¿Y si así era, cómo podían hacerlo?
Ya no me quedaban dudas, mi destino era desaprobar. ¡Tres días! La histeria se apoderaba una y otra vez ante los consejos meternos tales como: -Pero tenés que leerlo con interés, con paciencia-. O peor aún, -Concéntrate en lo que haces, vas a ver que después seguro te va a gustar-. ¡Por favor! ¿Quién en su sano juicio lee doscientas páginas con entusiasmo y por decisión propia?
Pero un día, uno en el que ya podía calcular las horas que me separaban del examen, algo cambió. No sé si fue el aire, la comida o si le vendí el alma al diablo en un sueño, pero pese a no saber por qué, la realidad fue otra. Algo místico se encendió dentro de mí. ¿Tal vez algún amante de la lectura reencarno en mí durante una siesta? No lo creo. Y aunque la escena del libro y los mates en la cocina fue la misma que en los intentos anteriores, había una mínima diferencia de aquellas, esta vez disfrutaba de todo lo que me proponía; leer, y querer seguir leyendo.
La prueba final fue contundente. Un siete de caligrafía rechonchona escrito con rojo me dio la victoria tan esperada. Pero a pesar de la verborrágica alegría que regaba mi boca y contagiaba mi sonrisa, el mejor resultado fue otro, uno inesperado. Semanas después el germen de la pasión por la lectura comenzó a gestarse dentro de mí, cuando una vez más me abrazaba a los párrafos de “Estudio en Escarlata” y la aventura del exitoso detective que fue y seguirá siendo el Sr. Sherlock Holmes. Y desde ese día, el arte literario siguió creciendo en mí a ritmo constante con cada nuevo desafío que me proponía un libro. Un cambio en mi vida que jamás olvidaré.

FM
Acerca de la escritura
(fragmento del Fedro de Platón)


Sócrates: Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?

Fedro: Sin duda.

Sócrates: ¿Sabes cuál es el medio de agradar más a los dioses por tus discursos escritos o hablados?

Fedro: No, ¿y tú?

Sócrates: Puedo contarte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos seguiríamos preocupando aún de lo que los hombres hayan pensado antes que nosotros?

Fedro: ¡Pregunta ridícula! Cuéntame, pues, esa antigua tradición.

Sócrates: Pues bien, oí que cerca de Náucratis2, en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo al que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis3. Este dios se llamaba Teut. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura. El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto que los griegos llaman la Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y le mostró las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era difundirlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura dijo Teut:
«¡Oh rey! Esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.
–Ingenioso Teut –respondió el rey– el genio que inventa las artes no está en el mismo caso que el sabio que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.»

Fedro: Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo harías de todos los países del universo, si quisieras.

Sócrates: Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una roca, con tal que la roca o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.

Fedro: Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.

Sócrates: El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.

Fedro: Lo que acabas de decir es muy exacto.

Sócrates: Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrógalas, y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos: al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles alguna explicación sobre el objeto que contienen, y te responden siempre la misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre, porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.

Fedro: Tienes también razón.

Sócrates: Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.

Fedro: ¿Qué discurso es y cuál es su origen?

Sócrates: El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.

Fedro: Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.

Sócrates: Sin duda. Pero dime: un jardinero inteligente que cuidara mucho a sus semillas y que quisiese verlas fructificar, ¿las plantaría en verano en los jardines de Adonis4, para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si hiciera tal cosa, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? En cambio con las semillas que más le interesaran seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.

Fedro: Seguramente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las otras lo miraría como un recreo.

Sócrates: Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?

Fedro: Yo no lo creo.

Sócrates: Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio del cálamo y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la verdad.

Fedro: No es probable.

Sócrates: No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formará un tesoro de recuerdos para sí mismo, para que cuando llegue la edad en que se resienta la memoria –y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez– pueda regocijarse viendo crecer estas tiernas plantas. Y mientras los demás hombres se entregan a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar.

Platón, Fedro, 274c-277a


1 El texto completo de esta traducción de Patricio Azcárate puede consultarse en:
http://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Platon/Platon.htm Algunos pasajes de este fragmento fueron modificados para facilitar la comprensión del texto.
2 Náucratis, ciudad fundada por comerciantes de Mileto en torno al 650 a. C. Hacia el 560, el rey Amasis (XXVI dinastía) la convirtió en puerto privilegiado para el comercio griego. La prosperidad de Náucratis acabó con la conquista, en el año 525, de Egipto por Cambises.
3 Pájaro sagrado de la mitología egipcia, representación del dios Thot. Continuamente buscaba alimento y, por ello, llegó a considerársele dios de la inteligencia.