Aquel invierno


Es una pena que aquel invierno, casi primavera haya sido tan corto. Probablemente duró lo que dura cualquiera, pero viste como es de jodido el tiempo. Más disfrutas algo, más rápido se pasa y ni llegas a cerrar los ojos que ahí se va. Se me escapó por así decirlo, no llegue a retratarlo y memorarlo en detalles. Es verdad que me acuerdo un par de cosas, pero para la gente obsesiva como yo, los detalles se vuelven esenciales, vivimos de ellos. Y con un invierno así de atlético y fugaz, no llegué. El muy turro se llevo un par de cosas que yo quería para mí, y ahora no se si inventarlas o resumirme a la verdad insoslayable de saber que se me perdieron en algún lóbulo del cerebro.

¡Hay! Aquel invierno. Y pensar que ni campera necesitaba por los repentinos y diarios arrebatos de calor interior. Pero viste el tiempo como es. Se va, se va y en el primer pestañeo ya se te fue. Ahora los pibes que andan yirando de acá para allá no le dan ni bola a estas cosas, se sacan fotos cada centésima de segundos y creen recordar las cosas, los momentos y la vida misma. Pero no saben lo que en realidad es vivir. Porque los recuerdos son distintos a las fotos. Las fotos inducen, en cambio los recuerdos refrescan. Además, si los recuerdos no fuesen importantes habría un ejército de psicólogos indigentes buscando locos por las calles, y en vez de pedir limosnas, pedirían recuerdos, historias y problemas irresolubles de líneas matriarcales.

¡Ese invierno! Pero hablaba de vivir. Y sí, porque vivir también es recordar y tratar de no olvidar. Porque en el registro milimétrico de la memoria habitan las cosas malas y las buenas, y cuando uno hace el esfuerzo por traer alguno de ellos al presente, no anda seleccionando como en una bolsa que trajo de la despensita de la vuelta. Uno agarra cual medio mundo a los pescados, y trae todo. No deja nada afuera. Por ahí, si uno en medio ducho con el tema, llega a tapar alguna que otra cosita. La cambia o la exagera, según el resultado esperado de esta. Pero cuando se te va el invierno así de rápido, no te da tiempo a memorizar todos los detalles. Y ya les conté de los detalles.

Y me acuerdo ahora mismo de ese invierno y me quiero morir por no recordar todo. No les voy a mentir, alguna que otra cosita me acuerdo. Pero se me fueron los detalles. Como la mirada con el glóbulo ocular empañado, o el rose insignificante pero provocador y mensajero de códigos de ese cuerpo guitarresco. Detalles, para eso vivimos. Sí, ya sé que ya lo dije, pero si no lo repito los pibes de hoy no te dan bola. Te quedas ahí como un viejo boludo hablando al pedo, mientras el borrego está dale que dale con el aparatito ese del celular. Ese invierno para mí fue el fin del frío, el principio del calor eterno. El sueño compartido diurno y nocturno. Capaz que sonámbulo también, pero no sé. Estoy medio viejo para esas cosas.

Y me acuerdo de ese invierno. Para mí tenía la melodía eterna de “por una cabeza”. No sé bien por qué, pero capaz que las primeras flores de la primavera traían ese canción, o los árboles la tarareaban, que se yo. Pero ese invierno se llevo los pantalones largos antes de tiempo y ahí me quedé, en bermudas por la vida. Pero con calor, ese calor que los pibes sienten cuando se sienten especiales. Debe ser el asunto este de las hormonas que dicen los médicos. Pero igual yo no entiendo nada de eso, solo lo repito porque parece que queda bien.

Se me viene ese invierno a la cabeza y quiero llorar. Un poco de alegría y otro poquito de tristeza. Pero lo de triste es porque no me acuerdo de esos putos detalles, y me pone mal. Viste como cuando te quemas haciendo mates y te sentís un gil de goma porque lo haces todos los días y no te pasa nada, bueno, igual. Yo me siento mal por no acordarme de los detalles. Me acuerdo del pelo largo y suelto, de los ojos marrones y brillantes y del misterio. Pero se me mezclan las noches y los días y me pregunto una y otra vez si soy yo el que tiene la culpa, o es ese invierno choto que se me fue tan rápido.

Ese invierno fue un suspiro. Por dos cosas. Primero que nada por su sonrisa y su belleza. Y por otro lado porque se me fue volando. Hay un tango que dice: “…Nada nada queda en tu casa natal, nada más que tristeza y quietud…” Y bueno… la canción sigue, pero el hecho importante es la metáfora. ¿Para qué digo metáfora si los pibes de hoy no deben saber ni lo que es eso? La historia digamos mejor. Esas palabras dicen lo que hizo ese invierno. Se fue. Así nomás. Y no puede quedarme para mí los detalles que ahora añoro y extraño.

Esperandolo a Tito por Alejandro Apo


Probablemente no tenga mi vida un vicio más arraigado en las entrañas como escuchar radio. La cerveza y los cigarrillos le siguen bien de cerca pero ese no es asunto público, así que mejor olviden esta última oración. Capaz, escuchar música también se sume a la lista, pero no me quiero poner detallista justo ahora que empecé a escribir. Así que también olviden esto último.

No caben dudas que la práctica de oyente, o como decía el genio de Fernando: "Los escuchas", la adquirí desde muy chiquito sin siquiera enterarme y la ejerzo casi de forma automática. Me despierto a la mañana temprano a las 8:30 (sí, para mí eso es madrugar), y ya desde el vamos amanezco con un radio despertador y la vos de Gillespi. Le pongo los correspondientes snoozes según la dramática y proporcional cantidad de sueño que tenga, hasta que los numeritos rojos del aparato me amenazan con la llegada tarde (un vicio familiar permítaseme declarar). Me baño para ver si todavía me circula la sangre en el cuerpo y aprovecho el diluvio artificial para lavarme los dientes, me visto con las primeras prendas que vea arriba de la silla, le doy un beso a mi novia (o a quique en su defecto, jaja); y ahí nomás, bien tempranito me enchufo los auriculares, uno en cada oreja y salgo a paso militar para el trabajo.

En mi grilla personal de programas radiales, las mañanas siempre fueron cambiando, es una horario muy complicado creo yo. Pasaron muchos por esa franja y puedo enumerar a Víctor, Daniel, Roberto, Fernando, Mario y más. Hoy en día Juan Pablo es el encargado de despabilarme e introducirme al mundo de las noticias matutinas. Otro genio sin dudas, siempre y cuando no se va a cubrir algún partido de fútbol 5 a Indonesia. De la música de la Metro (95.1 del dial porteño), prefiero no opinar. Solo voy a decir que cada tanto algún osado locutor, como Andy kusnetzoff o el mismísimo JP, se las ingenian para revelarse contra al régimen dictatorial sonoro de DJ pol (musicalizador de la radio) y nos regalan alguna buena canción de U2, The cure, Los Rolling o más.

Pero volviendo al tema en cuestión, que es la radio y la pasión (aunque para mí estos son sinónimos), quiero destacar al genio, maestro, ídolo, héroe y todos los calificativos exagerados pero bien merecidos que Alejandro Apo se ganó a lo largo de su trayectoria. Digamos que este post quiere hacer justicia con una de las voces más imponentes y respetables del ambiente radiofónico argentino. Hablo de la calidad de sus palabras y también de aquellas que retoma de algún maravilloso escritor. Y Alguno se preguntara que quiero decir con esto último de escritor. Es simple. Alejandro construyó un espacio radial durante muchísimos años que supo combinar literatura, música, entrevistas, anécdotas, historias de vida, comentarios de oyentes, y mucho más, intercalando lo que a priori parecía imposible.

Alejandro leía en “Todo con afecto”, al menos un cuento por programa. Dolina, Fontanarrosa, Mayer, Soriano, Borges, Bioy Casares, Sacheri y más, pero créanme que cuando digo más, hablo de muchos más. Y la cosa es así, un excelente programa de radio de daba el privilegio de leer un cuento. Y no lo hacía en cualquier radio, sino en Continental AM 590. Bueno, pero en fin. Basta de perorata e introducción que solo son palabras vacías al lado de dos genios con el autor Eduardo Sacheri y el intérprete de Alejandro Apo.
 
 
 
A mis primeros tres amores que extraño cada día más.